Les gusta citarse en la puerta del Kings, con sus canas y sus andadores, para recordar todas las tardes que pasaron entre esas bambalinas no hace tanto tiempo, allá en los años sesenta.
Cuando entró en esa curiosa tienda de segunda mano del Soho él nunca hubiera imaginado que la chica de sus sueños se sentía irremediablemente atraída por los jerseys vintage de rayas. Ese tipo de información debería aparecer en las etiquetas de la ropa entre los iconos de lavar a mano y no usar secadora... por el bien de los amores imposibles.
Llovió mucho. Llovió tanto y tan intensamente que toda la ciudad se inundó de agua de lluvia y no les quedó más remedio que darse un beso subacuático de despedida. Fue una lluvia eterna. Fue un beso eterno.
Le gustaba vivir al límite... y de entre todos los pasillos, de todas las estanterías, de todos los productos perfectamente ordenados del supermercado ella elegía siempre, como principio autoimpuesto, el que caducara al día siguiente. Eso es riesgo, y lo demás tonterías.
Salió de casa dispuesto a comerse el mundo con su nuevo coche de segunda mano pero la indecisión terminó por comérselo a él y dio media vuelta porque no era capaz de decidir qué carretera tomar... ni qué hacer con su vida.
Un ascensor puede ser el lugar más maravilloso del mundo y, a la vez, el más solitario. Un ascensor puede ser ese lugar de intimidad donde compartir un instante de tu vida con alguien, conocido o no. Un ascensor puede ser el sitio donde empiece todo... o donde termine. Esta vez es donde termina.
Aunque parezca imposible en Nueva York, entre rascacielos y apple pies, también se puede ser la chica más triste y desdichada del universo... sobretodo si el amor de tu vida, al que la casualidad te ha hecho conocer en este mismo instante, se está marchando en el último Ferry destino a Staten Island.
La niña llora. Por sus pequeños pómulos se deslizan dos lagrimones enormes, gigantescos. Llora y huye, desnuda, buscando la mano de su madre. Podría llorar por las bombas, porque está asustada o por las quemaduras que invaden todo su cuerpo. Pero no. Llora porque ha tenido que dejar su muñeca preferida en casa, junto con todos sus juguetes, junto a sus recuerdos... junto a una vida que nunca será igual.
El barrio delMaraistodavía no ha despertado. Está a punto, pero aún le queda un poco... lo justo para que a Dominique Alavoine; morena de veinte años, cara triste y cejas espesas, le de tiempo a coger el metro y llegar hasta la explanada de la iglesia deSaint Gervais-Saint Protais. Una vez allí, mira alrededor y, cuando está segura que no hay policía cerca, acaricia su acordeón y comienza a cantar una de los Beatles.
Ha decidido que quería flotar, así de repente... sin motivo. Lo ha decidido mientras conducía rumbo a ninguna parte, huyendo de una vida anterior que poco importa. Sin pensarlo un momento ha pegado un volantazo, ha detenido el coche y se ha lanzado al lago... con ropa y sin zapatos.¡Qué locura!-estareis pensando ahora mismo-¿Y qué pasa con la ropa? ¿Y qué pasa con su vida? Pero ella sólo piensa en lo feliz que es en este preciso instante, observando las nubes y notando el frescor del agua mientras flota.No hace falta nada más para ser feliz,sólo no pararse a pensar demasiado en las consecuencias... y tiene razón, porque la felicidad es eso: un impulso y un volantazo.
Nora ríe. Le parece muy gracioso recoger su ropa desperdigada por la habitación e imagina que es una exploradora en busca de un tesoro. Mientras recopila su vestuario, rememora la noche anterior… recuerda como se quitó las medias en el ascensor, como la falda se deslizó veloz en el recibidor, como los botones de su camisa se desabrocharon obedientemente a lo largo del pasillo. Ríe y recuerda cuando se deshizo del sujetador y como, de una patada, envió las bragas a la esquina del dormitorio donde ahora, aún desnuda, las recoge para ponérselas mientras él la observa desde la cama sin saber que decir.